El cotilleo improductivo

Hay algo profundamente fascinante (y, admitámoslo, un poco desesperante) en el cotilleo improductivo. Esa costumbre tan extendida de criticar, comentar y quejarse con auténtico ímpetu… siempre y cuando sea en el rincón más discreto posible. Basta que haya un pasillo, un descanso, una pausa mínima, y allí florece la conversación clandestina. Con entusiasmo. Con entrega. Con una convicción que, por supuesto, nunca aparece cuando realmente hace falta.

Porque hablar en los pasillos es muy cómodo. No exige responsabilidad. No exige memoria. No exige, sobre todo, que lo dicho tenga consecuencias. Es un gimnasio emocional sin pesas: se hace ruido, se mueve el aire, pero no sirve de absolutamente nada. Y aun así, parece que el mundo se sostiene en esos intercambios semiclandestinos. Las quejas allí son sólidas, afiladas, valientes… hasta que llega el momento de expresarlas donde de verdad tendrían algún tipo de efecto.

Entonces ocurre el milagro inverso.

La energía se evapora.
La indignación se disuelve.
La lengua se vuelve tímida, prudente, casi inexistente.

Las reuniones (o cualquier espacio donde se podría hablar con claridad) se llenan de asentimientos, sonrisas tensas y frases cuidadosamente vacías. Todo el apasionado discurso del pasillo desaparece. Como si nunca hubiera existido. Como si hubiera sido un producto imaginario, una película de baja calidad que solo se proyecta entre una puerta y otra.

Y lo más curioso es que quienes más se quejan en los pasillos suelen ser los que más callan cuando tienen oportunidad de decir algo útil. Repiten que “esto no está bien”, que “hay que cambiarlo”, que “alguien tendría que hablar”. Siempre ese famoso “alguien”. Esa figura abstracta, mítica, que tiene el dudoso honor de cargar con la responsabilidad que nadie quiere asumir.

Mientras tanto, la gente sigue cotilleando. Con gusto. Con una pasión que ojalá se aplicara al momento crucial. Pero no: se queda atrapada entre el eco de una frase medio susurrada y la sensación falsa de que hablar en secreto equivale a hacer algo.

A mí, sinceramente, ese ejercicio me agota. No porque no entienda la necesidad de desahogarse (todos la tenemos) sino porque me parece un desperdicio monumental de energía. Y de tiempo. Y de oportunidad. Si hay algo que decir, se dice. Sin ceremonia. Sin épica. Sin miedo a que la propia voz se escuche. Pero claro, eso sería demasiado sencillo. O demasiado valiente. O demasiado incómodo.

Así que allí siguen: criticando con intensidad donde no sirve, callando con precisión donde sí.
Un drama constante, silencioso en los lugares equivocados y ruidoso en los que no aporta nada.

En fin. Yo no comulgo con esa costumbre. Nunca me ha interesado. Nunca me ha parecido útil. Y desde luego nunca me va a convencer la idea de que quejarse en secreto sea una forma de cambiar algo.

Si hay que hablar, se habla.
Si no, al menos que el silencio sea coherente.
Lo demás es ruido de pasillo, que jamás ha arreglado nada.

 

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Posted on

29 de novembre de 2025